ISLANDIA (3): DE FUMAROLAS, ACANTILADOS Y FALLAS.




Lunes, 27/7/09: REYKJAVÍK - FLÚDIR
Como los días anteriores, amanece medio soleado, aunque la experiencia me dice que en estas latitudes el tiempo cambia de una manera rápida y hay que estar preparado para cualquier situación meteorológica.
Antes de abandonar la Reykjavík nos acercamos a un banco para cambiar moneda (aunque la mayoría de pagos los iba a hacer con VISA, no está de más disponer de efectivo para las pequeñas compras). En los próximos días no visitaremos ninguna ciudad grande -hay muy pocas ciudades grandes en Islandia- y se me antoja difícil encontrar un banco para cambiar euros cuando lo necesite. Es recomendable vigilar el cambio oficial antes del viaje. A pesar de que Islandia sigue siendo uno de los países más caros de Europa, la brutal depreciación de la corona islandesa favoreció la decisión de viajar ese verano: los precios al cambio estaban al 50% respecto a años anteriores -pero insisto que sigue siendo muy caro-.
Salimos de la ciudad por la misma autovía que nos trajo de Keflavik, la 41 (será el único tramo de dos carriles que veremos en toda la isla) hacia la península de Reykjanes. A unos 25 km de Reykjavík nos desviamos por carreteras secundarias hacia el este. Ya comenzamos a ver terreno completamente cubierto de coladas de lava, muy cerca de las poblaciones costeras. En pocos kilómetros desaparece el asfalto y pisamos nuestra primera pista. Son muy rápidas, limitadas a 70 km/h, aunque en la mayoría de tramos es difícil llegar a esa velocidad. Salvo excepciones, no suelen ser nada rectas, sino que son una sucesión de curvas caprichosas, pero que confieren al viaje un toque pintoresco. Al igual que las carreteras convencionales, las pistas también están indicadas con un número. La mayoría de las que cogimos en este viaje se podrían hacer -con bastante cuidado- con un coche convencional, aunque algunos tramos llenos de socavones y charcos embarrados harían bajar el ritmo. En ese caso deberíamos tener especial atención al ver la letra “F” al inicio de una pista: indica que solamente es apta para 4x4. Nuestra primera pista islandesa fue la número 42.
El paisaje se volvió agreste, casi lunar. De los últimos vestigios de casas y fábricas en las poblaciones cercanas a Reykjavík pasamos a la nada casi absoluta. Sin casas, sin árboles -una constante en casi toda la isla-, sin vegetación. La carretera serpentea entre las  montañas y paramos enseguida, ávidos de comenzar a sacar fotos del paisaje. Saco el trípode del enorme maletero y me dispongo a realizar la primera panorámica. El trípode es un elemento indispensable para el viajero fotógrafo en Islandia, no solamente para utilizarlo con grandes focales, sino también para realizar fotos con mayor profundidad de campo y mayor definición, pudiendo así utilizar velocidades relativamente lentas y cerrando el diafragma.
Cuatro curvas más y llegamos al lago Kleifarvatn, que nos sorprendió apareciendo de detrás de un cambio de rasante. Completamente apacible, como muerto, y rodeado de rojizas montañas rocosas sin visos de vegetación. Completamente marciano. Segunda parada fotográfica; si seguimos así no llegaremos nunca, pero… en eso consistía, no? Es un viaje fotográfico!
Unos kilómetros más por la citada pista 42 y llegamos a la zona geotermal de Krysuvík. Veremos durante el viaje otras zonas geotermales incluso mejores, donde la energía de la Tierra parece escaparse por las pequeñas rendijas del suelo islandés. Pero la primera vez que ves, sientes y hueles una sulfatara es sorprendente.  Diversas fumarolas se encargan de enrarecer un ambiente con olor a azufre mientras desprenden un humeante vapor. Un pequeño aparcamiento con un lavabo portátil y unas tarimas de madera que marcan el recorrido son las únicas instalaciones humanas, el resto es pura naturaleza; los islandeses han facilitado la visita turística a estos lugares casi sin entorpecer el entorno natural. 
Fuimos sorteando diversos lodazales humeantes con un olor a azufre que en un primer momento parecía insoportable, pero al que nuesta nariz se fue acostumbrando poco a poco. Además, es el olor que tendremos que soportar cada vez que tomemos una ducha, ya que la mayoría de las instalaciones de agua caliente de Islandia provienen de agua calentada de forma natural por el subsuelo. Ascendimos por la ladera, adquiriendo cada vez mayor perspectiva sobre la zona. El viento arreciaba, pero al menos el día era soleado.
Nuevamente en el coche, pero no por mucho tiempo, ya que unos cientos de metros más allá en la carretera observamos unos magníficos caballos islandeses pastando apaciblemente. Sacamos cámaras y objetivos y disfrutamos unos minutos de la tranquilidad que nos proporcionaron estos animales, que incluso se acercaron a curiosear. Durante el viaje nos encontraríamos multitud de caballos, muchos de ellos campando a sus anchas, y otras muchas guiados por jinetes que los trasladaban de un lado para otro. Los caballos islandeses suelen ser rojizos, de crin rubia y aunque proporcionados, son más pequeños de lo normal, pero sin llegar a ser ponys. Realmente tienen una estampa muy elegante.
Continuamos por una pista no muy buena, -solo apta para vehículos 4x4- y cruzando nuestro primer “charco” llegamos a los acantilados de Krisuvikurberg. Una magnífica explanada de hierba de más de 200 metros de largo se extendía hasta el borde del acantilado. 70 metros más abajo el océano rompe con fuerza, mientras las gaviotas y algún frailecillo (nuestros primeros puffins) van y vienen revoloteando cerca nuestro. En el viaje a Islandia pretendía fotografiar tanto paisajes como fauna, y esta era la primera parada para la fotografía de aves. Los acantilados estaban repletos de nidos llenos de excrementos y las crías esperaban pacientemente a que sus padres llegaran con la comida. 
Tras una hora contemplando aves y alguna cabra que se nos acercaba por la retaguardia, continuamos la pista hacia el este. Cada vez se presenta más inhóspita, e incluso la perdemos de vista en varias ocasiones, no teniendo más remedio que evolucionar sobre las rocas de lava. La ruta estaba marcada en el GPS y salía señalada como una senda, pero en varias ocasiones me arrepentí de haberla seguido. Piedras, piedras y más piedras en un camino que discurría a pocos metros de los acantilados. Escalones de roca que el Pathfinder a duras penas pudo salvar, pérdidas de orientación en algunos momentos… tuvimos aventura a raudales en nuestro primer día “salvaje” en Islandia. En total, 1 hora y 20 minutos para hace unos 5 km que nos llevaron nuevamente a la carretera 42!
Ya en carreteras más normales -aunque algunas de ellas ya eran pistas de tierra- nuestra ruta nos llevaba hacia el este, hasta Selfoss, para luego ascender rumbo norte, pero esta vez por el interior, hasta llegar a Thingvellir, uno de los lados del llamado “triángulo de oro” de Islandia, juntamente con las cataratas Gullfoss y los surtidores de Geysir.  No es que sean los lugares más espectaculares de la isla, pero sí que son los que están relativamente cerca de la capital, y por tanto visitados por los turistas menos aventureros.
Llegamos a Thingvellir sobre las 17h -aunque en este viaje no tendremos problemas de luz por llegar con la tarde ya avanzada-. El lugar es famoso porque se trata de una tremenda falla que separa las placas tectónicas americana y euroasiática. Dejamos el coche en el parking y nos disponemos a recorrer alguno de los senderos perfectamente señalizados. El primero, atravesando el río, nos lleva hasta el centro de visitantes, donde un par de maquetas explican la orografía del terreno. Posteriormente el camino discurre por el mismo centro de la falla, que separa las dos placas tectónicas del orden de 2mm por año. El paseo se extiende hasta la Catarata de Ox (nuestra primera catarata…), con sus escasos 10 metros de caída. En este lugar se realizaban hace más de mil años las reuniones de los diferentes clanes, a modo de parlamento anual al aire libre, y por eso tiene también un significado especial para los islandeses.
Ya solamente quedaba llegar a Fúdir, donde teníamos reserva de hotel. Llegar hasta allí fue todo un ejercicio de orientación, ya que no había ninguna carretera principal que nos llevara desde Thingvellir. Multitud de cambios de carretera intentando acortar, y  más de 120 kilómetros de pistas de tierra, improvisando en varios casos debido a que los ríos que había que vadear se encontraban más altos de lo deseable. 
Exhaustos, y tras más de 300km a nuestras espaldas, llegamos al Icelandair Hotel en Flúdir (la población no son más que cuatro casas mal contadas). Icelandair es la compañía aérea principal en Islandia, y dispone de media docena de hoteles repartidos por toda la isla, modernos y confortables. El precio de las habitaciones en cualquier hotel islandés no baja al cambio de los 100€, y ésta no sería una excepción.
-¿Hay algún restaurante cercano?- preguntamos a la amable recepcionista de nuestro hotel.
- No, en el pueblo no hay restaurantes, pero podéis probar en el Guest House del otro lado de la carretera-. 
Me sorprendió la franqueza de la recepcionista, que en ningún momento sugirió que nos quedáramos en el caro restaurante del hotel. Así que cruzamos la carretera y nos fuimos a cenar una comida típicamente americana al Guest House vecino. Eran las 8 y media de la tarde y estaban cerrando la cocina. Nota mental para los días siguientes: cuando hay pocos establecimientos para cenar, mejor seguir las costumbres locales y cenar pronto!
En definitiva, un día emocionante, combinando paisajes, fauna, aventura, conducción, navegación en un entorno natural completamente salvaje. Nuestro primer día en el sur de Islandia no me defraudó en absoluto.

1 comentario:

  1. Acabo de regresar de Islandia, tras 24 días de aventura inagotable, paisajes maravillosos, y encantada con la sociedad islandesa que me recuerda a la España de hace muchos años, cuando aún había educación y sin delincuencia en las calles. Debo decir que volveré todas las veces que pueda. Lo único "malo" es lo cara que allí la vida pero, por otro lado tampoco hay que gastar en exceso ya que los "museos" están en plena naturaleza ¡¡¡¡TANTA BELLEZA!!!!

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